jueves, 4 de agosto de 2011

De Esteban aprendí a detenerme en las personas




Esteban Graner fue el primer gringo que me saludara con un apretón de manos. Era (creo) 1983 y Esteban llegó a la pequeña capilla en la que recién me empezaba a congregar. De entrada, me sorprendió gratamente que no fuera como otros paisanos suyos a quienes había visto antes. Esteban era serio; pero, llevaba su seriedad sin tanto dramatismo. Además, era al primer norteamericano a quien no le veía ningún rasgo extravagante o desmedido. Eso ya era bastante para un creyente amateur como yo y quien, hasta hacía unos meses atrás, a los únicos barbudos que admiraba eran Fidel Castro y el Ché Guevara.

También me sorprendí de que Esteban, un tipo joven y simpático del primer mundo decidiera venir por estos meridianos a dispensarnos un poco de su simpatía. Entiendo que pudo quedarse en su lugar, disfrutando de ser nieto o bisnieto de una herencia iluminada. Viviendo dentro de su raza de seres humanos grandes, organizados y con corazón de futuro. Sin embargo, ellos, quienes llegaron a la luna e hicieron que el cosmos dejara de ser un lugar perfectamente sellado, no pudieron evitar que Esteban llegara a Colombia a moverse en la dimensión de los pesos, en un país de políticos desamparados y democracia en broma. Fue aquí, en esta tierra de crisis, fragilidad y tempranas resignaciones, donde extendería Esteban su lienzo misionero. Y lo extendió desde ciudades fotogénicas como Bogotá o Cartagena y hasta lugares que quedan a muchos kilómetros, cactus adentro, como en la Guajira colombiana.

Admiro mucho lo anterior en este hombre, porque, al fin y al cabo nosotros no pudimos escapar a nacer en esta tierra; pero, Esteban decidió venir. Pudo, indagando por sus ancestros, haber perfilado su rumbo hacia Inglaterra, Escocia…que se yo, Irlanda del Norte; pero quiso venir a Colombia a compartir su mensaje.

Se que no fui de los más asiduos amigos de Esteban. Una o dos veces compartiríamos algún desayuno intrascendente. Estuvo allí cuando tuve problemas en la iglesia y me animó, cuando yo era un indigente literario, a que no escribiera solamente para los aliados. Me recomendó abrir blogs en revistas o periódicos que lo permitían, y así lo hice.

Sin embargo, a pesar de la brevedad, los momentos compartidos con Esteban me bendecían mucho. Era imposible hallar en este hombre, alguna falsa actitud vital cuando conversábamos. El sí, de Esteban era un sí y el no era un no y el consejo era desde su corazón. Los minutos, a veces improvisados con él, eran minutos en que se sentía haber sido convocados, sabía desconectarse de todo para escuchar y detenerse en cada persona. Esa virtud es de lo que más admiré en Esteban Graner.

Ahora, el cuerpo del misionero esperará hasta la venida de nuestro Señor y, no importa dónde, será rastreado o percibido por el poder de la resurrección y nos volveremos a ver.


Hasta pronto, Esteban...

UN ALTAR EN EL HOGAR